El pasado 23 de enero, el primer
ministro británico David Cameron anunció que en 2017 convocará un referéndum
para decidir la permanencia o no del Reino Unido dentro de la Unión Europea (http://www.elmundo.es/elmundo/2013/01/23/internacional/1358929895.html).
Es evidente que esta decisión es inseparable de dos hechos inicialmente
desconectados entre sí pero que ha evolucionado de tal forma que uno de ellos
ha acabado por alimentar al otro:
1.- El primer elemento a tener en
cuenta es, como hemos apuntado en varias ocasiones, la senda de
burocratización, falta de efectividad de sus medidas y desapego de la
ciudadanía en el que se ha ido deslizando la Unión Europea. Aquí, hemos
utilizado el término de “brusescepticismo” para definir un creciente
sentimiento de rechazo no tanto a la idea de Europa como al concepto de “Bruselas”
como representación y quintaesencia de una entidad con complejas estructuras
administrativas e intrincados procesos de toma de decisiones cuya repercusión
en la prosperidad del ciudadano se ve como algo lejano y remoto. Esta realidad
ha acabado afectando muy negativamente al segundo elemento al que vamos a
referirnos.
2.- La idiosincrasia del Reino
Unido nunca se ha avenido demasiado bien al modelo de Unión Europea que, desde
su fundación por el Tratado de Roma en 1957, ha estado en la mente del eje
franco-alemán. De hecho, los británicos no llegaron a ser miembros fundadores
del entonces llamado Mercado Común Europeo y crearon su propia área de libre
comercio junto con otros países europeos, la EFTA (http://es.wikipedia.org/wiki/Asociaci%C3%B3n_Europea_de_Libre_Comercio).
Estaba claro que un país que conservaba la inercia de su estatus de gran
potencia fuera remiso a pertenecer a una organización en la que iba a perder parte
de su soberanía y en el que se iba a producir una dilución de parte del poder
que aún conservaba.
Cuando estuvo claro que el Reino Unido había dejado de ser la potencia imperial que había sido hasta la II Guerra Mundial, rectificó su decisión inicial y se incorporó, en 1973, junto a Irlanda y Dinamarca, a la ya llamada Comunidad Económica Europea, sucedió algo que iba a volver a marcar diferencias con sus nuevos socios. En 1979 regresaba al poder el Partido Conservador, con Margaret Thatcher como nueva Primera Ministra. Y está claro que estamos hablando de una persona que no daba fácilmente su brazo a torcer.
A Margaret Thatcher no le gustaba
nada el modelo económico y social que emanaba de la Unión Europea. Ella,
partidaria de la menor intervención posible del Estado en la economía y la
sociedad, consideraba que desde Bruselas se imponía un fuerte estatalismo y una
gran preponderancia de lo público frente a lo privado. Algunos párrafos de su
autobiografía, Los años de Downing
Street, pueden ayudar a ilustrar su posición:
“Cuanto más pensaba en todo esto, más frustrada y furiosa me sentía.
¿Tendrían que subordinarse la democracia británica, su soberanía parlamentaria,
el derecho consuetudinario, nuestro sentido tradicional de imparcialidad,
nuestra capacidad para arreglar nuestros propios asuntos, a las exigencias de
una remota burocracia europea que tenía raíces muy diferentes? Ya había
escuchado sobre el “ideal” europeo todo lo que era capaz de soportar, y
sospechaba que a muchos otros les ocurría lo mismo. En nombre de este ideal, se
estaban alcanzando niveles de derroche, corrupción y abuso de poder que nadie
de los que, como yo, había apoyado la entrada en la Comunidad Económica Europea
hubiese podido prever.
[Fragmento de discurso
pronunciado en Brujas] Una cooperación
activa y voluntaria entre Estados soberanos independientes es el mejor camino
hacia la construcción de una Comunidad Económica Europea que pueda tener éxito.
[…] Europa será más fuerte justamente porque conserva a Francia como Francia,
España como España, Gran Bretaña como Gran Bretaña, cada una con sus
costumbres, tradiciones e identidad. Sería un absurdo tratar de hacerlas
encajar en alguna clase de retrato robot de la personalidad europea.”
Adicionalmente, mientras que la
mayor parte del presupuesto comunitario iba dirigido a financiar las ayudas a
los agricultores y ganaderos, el Reino Unido era un país cuyo sector primario cuyo
peso era ya por aquel entonces irrelevante en relación al conjunto de su
economía, de forma que veía un claro desfase entre sus aportaciones a las arcas
europeas y las contraprestaciones recibidas. Frente a esto último, logró que se
aprobara el llamado “cheque británico”, de forma que parte de los recursos
aportados le eran devueltos para compensar las escasas ayudas agrarias
recibidas. Pero la diferencia de visión entre las ideas de Margaret Thatcher y
la tendencia hacia la que se dirigía el proceso de unificación europea no hizo
más que agudizarse, sobre todo con la aprobación del Tratado de Maastricht (http://es.wikipedia.org/wiki/Tratado_de_Maastricht).
Dicho Tratado, que estableció el nacimiento de la moneda única. Margaret
Thatcher deseaba que su país conservara la libra esterlina como moneda propia,
por lo que mantuvo fuertes resistencias contra el Tratado. Esta cuestión
provocó una fuerte división en el seno del Partido Conservador entre “eurófilos”
y “euroescépticos” (división que aún permanece) e influyó en la salida final
del poder de Thatcher. No obstante, durante su mandato, la libra sí que entró a
formar parte, en 1990, del Sistema Monetario Europeo, medida que contaba con el
apoyo del Ministro de Hacienda y futuro Primer Ministro, John Major. Durante el
mandato de este último, ya en 1992, se produjo un hecho que marcaría definitivamente
las relaciones de Gran Bretaña con la Unión Europea: dentro del contexto de
fuerte inestabilidad cambiaria que tuvo lugar en esos años y con la ofensiva
especulativa de George Soros contra la divisa como espoleta, la libra tendría
que abandonar el Sistema Monetario Europeo, de forma que la intención de
quienes querían incorporar a Gran Bretaña al euros se vio aparcada para
siempre.
Cuando Tony Blair llegó al poder
en 1994, no quiso cortar totalmente con la herencia del thatcherismo. Muchas de sus ideas sobre el repliegue del Estado
dentro de la vida económica y de mayor peso de los mercados fueron continuadas
por el líder laborista, quien logró con la Agenda de Lisboa, aprobada en 2000
por el Consejo Europeo, que estas directrices fueran adoptadas y marcaran el
devenir de las políticas adoptadas en los años siguientes.
Sin embargo, algo ha cambiado
desde entonces. Vean el siguiente gráfico, en el que se comparan las tasas de
crecimiento de Reino Unido y Alemania:
Fuente: EUROSTAT
Como pueden observar, en el
período 1995-2005 la tasa de crecimiento británica se mantenía sistemáticamente
por encima de la germana. Pero, desde 2005, la cosa ha cambiado. Alemania ha
pasado a estar en mejor posición que Reino Unido y ello se ve agravado por lo
que van a ver en el siguiente gráfico:
Fuente: EUROSTAT
Como también se puede apreciar
claramente, el coste para el Reino Unido de mantener tasas de crecimiento próximas
(aunque inferiores) a las de Alemania ha sido un importantísimo nivel de
déficit público. Mientras que Alemania, en 2011, se acercaba al equilibrio
presupuestario, Gran Bretaña tenía un déficit en torno al 8% del PIB.
Es evidente que, en este
contexto, la capacidad de influencia del Reino Unido se ha visto notablemente
mermada. ¿Cómo defender un menor peso del Estado mientras se mantiene un
déficit público colosal?¿Cómo argumentar las bondades del modelo propio cuando
sus tasas de crecimiento no son especialmente llamativas? Por lo tanto, con la
propuesta de David Cameron del referéndum para decidir la permanencia del Reino
Unido en la Unión Europea, logra matar varios pájaros de un tiro:
1.- Logra mejorar su alicaída
popularidad (http://www.abc.es/internacional/20130127/abci-encuestas-reino-unido-201301271132.html).
2.- Gana una posición de fuerza
en sus negociaciones con la Unión Europea, de modo que aumenta la probabilidad que
tiene para llegar a un acuerdo ventajoso que le permita reducir la aportación
británica al presupuesto comunitario y, de paso, reducir el elevado déficit
púbico que padece su país.
3.- Mientras que el resto de
partidos se encuadra dentro del bando “eurófilo”, en el Partido Conservador
coexiste tanto una tendencia “eurófila” como otra “euroescéptica”. En
consecuencia, pase lo que pase en el referéndum, su partido va a estar en el
bando ganador. De paso, quedaría zanjada por mucho tiempo la división en el
seno de esta fuerza política.
Sin embargo, hay algo más
preocupante en todo lo que está sucediendo. La gravedad y profundidad de la
crisis y la falta de soluciones que los Gobiernos son capaces de entrever nos
está llevando a la fase del “sálvese quien pueda”. Esta convocatoria de
referéndum, como, salvando las distancias, la situación que se está produciendo
en Cataluña, pone de manifiesto que, antes que afrontar los cambios necesarios,
los individuos y las sociedades están dispuestos a afrontar ellos solos la
salida de la actual coyuntura. Ello no puede más que producirnos cierta desazón
porque pienso que, si algo han puesto de manifiesto los problemas que nos aquejan,
es que sólo creando nuevos canales de cooperación y reconociendo que el
aislamiento ya no constituye una opción viable podremos superar la situación
actual. Creo que la interrelación global que existe a nivel mundial ya no
admite soluciones en solitario. Pero, en relación a muchas cuestiones, los
políticos son los últimos en darse cuenta de la realidad…
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