Cuando las políticas de corte keynesiano empezaron a tener problemas a principios de los años 70, se procedió a la búsqueda de alternativas para resolver las dificultades que presentaba la coyuntura económica. De este modo, el monetarismo y la Escuela Austríaca adquirieron un protagonismo del que habían carecido en los años posteriores a la II Guerra Mundial y la Escuela de la Public Choice aportó argumentos para intentar demostrar que el aumento del peso de los estados en la vida económica no se debía a factores estructurales sino a simples vicios que arrastraba el proceso de elaboración de los presupuestos públicos.
Sin embargo, las políticas que se desarrollarían en los años posteriores no hubieran sido las mismas sin la aparición de la llamada Economía de la Oferta. No tanto porque sus ideas formaran un conjunto sólido y bien estructurado que propusiera una visión alternativa de la realidad económica sino porque sus postulados pudieron ser fácilmente vulgarizados e instrumentalizados para poner en práctica determinadas medidas y programas económicos.
I.- LA ECONOMÍA DE LA OFERTA.- Como hemos explicado en otras entradas del blog, un factor clave en la evolución económica de los países desarrollados en los últimos 50 años ha sido la caída del crecimiento de la productividad desde finales de los años 60 (http://eldedoeneldato.blogspot.com.es/2011/09/rio-arriba-o-cual-es-el-origen-de.html, http://eldedoeneldato.blogspot.com.es/2014/02/el-cambio-tecnologico-la-madre-de-todos.html, http://eldedoeneldato.blogspot.com.es/2014/03/el-cambio-tecnologico-la-madre-de-todos.html, http://eldedoeneldato.blogspot.com.es/2014/03/el-cambio-tecnologico-la-madre-de-todos_7.html). Esta caída del crecimiento de la productividad (entendida como "productividad total de los factores", como se puede ver en los posts enlazados) llevaba asociada, inevitablemente, un freno a los aumentos de los niveles de vida que se habían experimentado a partir de 1945. Por tanto, surgió la pregunta de cuáles eran las causas que incidían en dicha caída y de cómo se podía medir su impacto.
A partir de 1970, surgió un grupo de economistas, encabezados por Martin Feldstein (1939- ), pero del que también formaban parte Michael Boskin (1945- ), Lawrence Summers (1954- ) y Murray Weidenbaum (1927-2014), que concluyeron que los niveles de presión fiscal y la excesiva regulación existente habían reducido los incentivos al ahorro, la inversión y al trabajo y ello había acabado afectando al crecimiento de la productividad.
Martin Feldstein
Para estos autores, la elevada presión fiscal, la fuerte progresividad de los impuestos sobre la renta, los intensos efectos de la inflación sobre los tributos a abonar en función de la escala progresiva existente, el mecanismo por el que funcionaban las pensiones públicas y las prestaciones de desempleo y la excesiva regulación establecida para salvar la libre competencia y las relativas a cuestiones de salud, derechos de los consumidores y protección del medio ambiente habían supuesto unos costes tales que habían desincentivado profundamente el ahorro, la inversión y el trabajo. Al desincentivar esas tres variables fundamentales, la repercusión a largo plazo de tal circunstancia había tenido lugar en los aumentos de la productividad.
Para resolver el problema, había que realizar reformas que supusieran un diseño fiscal más inteligente y una regulación más razonable, de modo que, por ejemplo, no tenía sentido que en Estados Unidos existiera un conjunto de medidas que intentaran evitar la existencia de un monopolio en el transporte ferroviario cuando existían las alternativas consolidadas del transporte aéreo y del transporte por carretera. Por tanto, la vigencia de una regulación que tenía su fundamento claro cuando el transporte ferroviario era el único existente para grandes distancias pasaba a tener menos virtualidad cuando la posibilidad del establecimiento de un monopolio era mucho menor porque cualquier tentación de imponer condiciones más gravosas a los usuarios del servicio conllevaría la huida de los mismos a los medios de transporte alternativos. Desde el punto de vista fiscal, abogaban por evitar tipos fiscales excesivos para determinadas actividades y, en general, eran partidarios de reducciones de impuestos que estimularan el ahorro, el trabajo y la inversión. Igualmente, en relación a los sistemas públicos de pensiones, se inclinaban por dar preferencia a sistemas de pensiones privados porque consideraban que ello favorecería una mayor tasa de ahorro en el conjunto de la economía.
Los estudios llevados a cabo por estos economistas conllevaban conclusiones relativamente modestas (salvo el realizado por Weidenbaum sobre los costes de la regulación en Estados Unidos, cifrados en 100.000 millones de dólares al año, y recogido en su libro de 1979 The Future of Business Regulation, el cual fue tildado, en términos generales, de temerario en sus estimaciones), en el sentido de que sí podía detectarse alguna relación entre los factores citados y el crecimiento de la productividad pero teniendo que reconocer, al mismo tiempo, que era necesaria una mayor profundización en el tema, sobre todo para discernir qué cuantía de reducción de impuestos o qué nivel de regulación eran necesarios para que los crecimientos de la productividad pudieran recuperarse. Sin embargo, estos economistas fueron superados en la intensidad y carácter tajante de sus afirmaciones por otros autores que fueron los que se llevaron el protagonismo mediático. Hay, incluso, una cierta indefinición terminológica al referirse a uno y otro grupo. Paul Krugman, en su libro Vendiendo prosperidad (1994), no utiliza la denominación "Economía de la oferta" para los autores que acabamos de ver y la reserva para aquellos que veremos a continuación. Rudiger Dorbusch y Stanley Fischer, en la edición de su clásico manual Macroeconomía que estudié en los años 1990-1991, se refieren a Feldstein, Summers, Boskin y Weidenbaum como a la "rama moderada" de la "Economía de la Oferta" frente a la "rama radical", encabezada por Arthur Laffer (1940- ).
Los estudios llevados a cabo por estos economistas conllevaban conclusiones relativamente modestas (salvo el realizado por Weidenbaum sobre los costes de la regulación en Estados Unidos, cifrados en 100.000 millones de dólares al año, y recogido en su libro de 1979 The Future of Business Regulation, el cual fue tildado, en términos generales, de temerario en sus estimaciones), en el sentido de que sí podía detectarse alguna relación entre los factores citados y el crecimiento de la productividad pero teniendo que reconocer, al mismo tiempo, que era necesaria una mayor profundización en el tema, sobre todo para discernir qué cuantía de reducción de impuestos o qué nivel de regulación eran necesarios para que los crecimientos de la productividad pudieran recuperarse. Sin embargo, estos economistas fueron superados en la intensidad y carácter tajante de sus afirmaciones por otros autores que fueron los que se llevaron el protagonismo mediático. Hay, incluso, una cierta indefinición terminológica al referirse a uno y otro grupo. Paul Krugman, en su libro Vendiendo prosperidad (1994), no utiliza la denominación "Economía de la oferta" para los autores que acabamos de ver y la reserva para aquellos que veremos a continuación. Rudiger Dorbusch y Stanley Fischer, en la edición de su clásico manual Macroeconomía que estudié en los años 1990-1991, se refieren a Feldstein, Summers, Boskin y Weidenbaum como a la "rama moderada" de la "Economía de la Oferta" frente a la "rama radical", encabezada por Arthur Laffer (1940- ).
Arthur Laffer
Arthur Laffer fue más allá de las afirmaciones que hemos visto hasta ahora y puso todo su énfasis en la presión fiscal como factor fundamental para el crecimiento económico (prescindiendo, en cierto modo, de las consideraciones sobre la evolución de la productividad que hemos visto en el encabezado del post). Para explicar su teoría, utilizó una herramienta gráfica que tuvo gran predicamento posterior y que es conocida como la "curva de Laffer". Mediante la misma, argumentaba que, conforme subían los tipos impositivos, la recaudación crecía. Sin embargo, llegaba un momento en que la misma alcanzaba un máximo y sucesivas subidas daban lugar a disminuciones de la recaudación ya que el efecto de las mismas originaban, en este orden, el empobrecimiento de los contribuyentes, la caída de sus gastos, la disminución de la producción y, en consecuencia, la reducción de la base tributaria. La curva de Laffer vendría a tener la siguiente forma:
Con base en esta gráfica, Laffer recomendaba que se bajaran los tipos impositivos en Estados Unidos, ya que ello supondría un aumento de la recaudación (es decir, sería como pasar de T1 a T2 y aumentar, con ello, la recaudación de R1 a R2). Con esta recomendación, se estaba afirmando, implícitamente, que los tipos impositivos en Estados Unidos estaban por encima del nivel que permitía la máxima recaudación. Hay que decir que nunca hubo, desde la que vamos a denominar "rama radical" de la Economía de la Oferta, un estudio serio y riguroso sobre este punto y la recomendación, por ello, era, en esencia, un brindis al sol, en el sentido de que, con independencia de que pudiera ser positivo o negativo bajar los impuestos, no había garantía alguna de que dicha rebaja iba a suponer un aumento de la recaudación fiscal. Este es un punto en el que no podemos profundizar ahora pero que tiene más importancia de lo que parece en todo lo que posteriormente sucedió y que ha llevado a la situación actual. En las siguientes entradas, volveremos a este aspecto de la cuestión.
Laffer, por otro lado, disentía profundamente de las tesis de Friedman ya que consideraba que la cantidad de dinero susceptible de ser controlada por el banco central correspondiente no tenía la magnitud suficiente como para influir decisivamente en la evolución del PIB. Por ello, él y sus partidarios aportaban dos explicaciones alternativas para justificar dos hechos que, para los monetaristas, estaban estrechamente ligados a las variaciones de la oferta monetaria:
1.- El primer fenómeno era la inflación, la cual se disparó en Estados Unidos desde principios de los años 70. Para Laffer, este hecho no venía causado por un aumento de la cantidad de dinero en circulación sino por la DEVALUACIÓN DEL DÓLAR. Era dicha devaluación la que ocasionaba la subida de precios y, por tanto, la propuesta que se derivaba de ello era la defender una moneda fuerte, fijando un objetivo de apreciación del tipo de cambio.
2.- El segundo fenómeno era la Depresión del 29. Descartada por esta escuela la reducción de la oferta monetaria como factor explicativo y descartando, por principio, la explicación keynesiana, se buscó un factor fiscal para la virulencia de la crisis. Dicho factor fue el arancel Smoot-Hawley de 1930, el cual suponía una subida de las cargas aduaneras soportadas por las importaciones de productos extranjeros. Aunque no era, estrictamente, una subida interna de impuestos, sí que suponía un mayor coste de los productos venidos de fuera y que eran necesarios para el país, lo cual, en un contexto de recesión, hubiese supuesto empeorar la gravedad de esta.
Los argumentos de Laffer encontraron una rápida vía de divulgación a través de diversos autores como Robert Bartley (que en 1972 pasó a dirigir la página editorial de The Wall Street Journal, puesto que conservó durante más de treinta años), Jude Wanniski (colaborador de Bartley y autor de The Way World Works donde se documenta la teoría sobre el arancel Smoot-Hawley que acabamos de explicar), George Gilder (autor de Wealth and Poverty) e Irving Kristol (director de la revista The Public Interest). Todos ellos se caracterizaban por ser personalidades ajenas al mundo de la economía académica y dieron a los postulados de la escuela un sesgo ideologizante (de signo conservador) que tiene mucho que ver con algunas de las circunstancias que sucedieron con posterioridad. Hablaremos de ello en el siguiente apartado de la serie.
De cara a la política económica que se desarrolló a partir de 1980, ambas ramas de la Economía de la Oferta aportaron un énfasis muy acentuado en la desregulación de un amplio número de sectores y en la importancia de las bajadas de impuestos, en el convencimiento de que esta última no implicaría una caída de los ingresos sino una subida de la recaudación. El monetarismo aportó la necesidad de controlar la oferta monetaria con el fin de no perder el control de la inflación, estableciendo la independencia de los bancos centrales como camino necesario para ello, en la medida en que las decisiones de las autoridades monetarias podrían quedar desligadas de cualquier tipo de presión política. La Escuela de la Public Choice sirvió para trasladar la atención al diseño de los procesos de elaboración de los presupuestos y a la necesidad de no adoptar una técnica meramente incrementalista del gasto público. Finalmente, la Escuela Austríaca aportó su filosofía de defensa a ultranza del sector privado y de la reducción del intervencionismo público a su mínima expresión.
Llegados a este punto, y tras el largo recorrido efectuado, hay varias consideraciones que merece la pena realizar:
1.- Frente a considerar las doctrinas de cada escuela que hemos visto como verdades absolutas, las mismas tienen que ser analizadas bajo la perspectiva de los problemas y circunstancias bajo las cuales se desarrollaron. En el contexto de la Primera Revolución Industrial y de un crecimiento económico desconocido hasta la fecha, la Escuela Clásica buscó explicar sus causas y determinar si existían factores que pudieran provocar el fin del mismo. Cuando, ya en la segunda mitad del siglo XIX, dicho crecimiento pareció consolidarse con la Segunda Revolución Industrial, la Escuela Neoclásica se centró en explicar el funcionamiento de los mercados y de las decisiones de consumo y se preocupó menos sobre las amenazas que dicho crecimiento podía sufrir. El Historicismo surgió en Alemania, un país que, antes de su primera unificación en 1870, acumulaba un importante retraso frente a Francia y Gran Bretaña y, por tanto, las cuestiones de desarrollo económico ocupaban un lugar central en sus teorías. La aparición del socialismo es inseparable del desarrollo de la clase trabajadora y de los problemas que debía soportar en el contexto de una sociedad industrial. Sin la Depresión del 29, hubiera sido difícil que el keynesianismo hubiera adquirido el auge que conoció después de la II Guerra Mundial. Y, sin los problemas económicos surgidos a partir de 1970, quizás el monetarismo, la Escuela Austríaca, la Escuela de la Public Choice y la Economía de la Oferta no hubieran tenido el predicamento que llegaron a alcanzar. Sólo viendo las ideas expuestas bajo la luz de las circunstancias en las que surgieron, se puede llegar a comprender las mismas con rigor y profundidad.
2.- El gran problema que siempre debemos enfrentar es nuestro conocimiento insuficiente de la realidad. Frente a la Física o la Química, la Economía no tiene la posibilidad de hacer experimentos para verificar que las teorías son correctas. Tiene que ir acumulando evidencia empírica, que siempre va a ser contradictoria, para intentar discernir si algunos postulados pueden ser considerados sólidos o no. Aunque los datos no parecen confirmar que el "estado estacionario" de la Escuela Clásica exista efectivamente, tampoco es descartable que la economía mundial pueda llegar a un límite superior por encima del cual el PIB global no pueda crecer. En una crisis o recesión, es muy difícil discernir mientras sucede si obedece a un puro carácter coyuntural que puede ser solventado con políticas expansivas de demanda o si corresponde a factores estructurales que necesitarían, más bien, de reformas decididas y contundentes. Determinar si la oferta monetaria está creciendo a nivel satisfactorio o si puede dar lugar a problemas de inflación o deflación sólo puede ser determinado, en la mayoría de los casos, a posteriori cuando los efectos de las decisiones tomadas ya han tenido lugar. Por todo ello, las afirmaciones tajantes y la ausencia de matices suelen ser los caminos más cortos para caer por el despeñadero. A pesar de ello, en los debates sobre economía siguen prevaleciendo, por desgracia, la exposición de pretendidas verdades absolutas antes que una mirada fría y sensata a la realidad.
3.- Incluso, aunque sea posible que la ciencia económica llegue a un conjunto de postulados más o menos irrefutables, siempre hay que contar con el papel de la política. Cuando las doctrinas económicas acaban siendo aplicadas por los gobiernos, su aplicación nunca es pura y siempre está condicionada por objetivos a corto plazo, por intereses económicos y grupos de influencia y por la voluntad y deseo de los gobernantes de permanecer en el poder antes que por una consideración privilegiada de atender al interés general. Al final, los distintos estados por los que ha pasado la política económica acaban siendo influidos, muy significativamente, por las contradicciones de las medidas adoptadas y por la incapacidad de atender a los problemas reales en la medida en que ello puede suponer alterar las relaciones de poder existentes. Por ello, las crisis económicas no son, en muchas ocasiones, sólo económicas sino también sociales y políticas. A pesar de que tendemos a pensar que, en el funcionamiento de la economía, las medidas de los gobiernos son decisivas y fundamentales, el margen de maniobra con que los mismos cuentan es más reducido de lo que imaginamos y las estructuras económicas, sociales, culturales e ideológicas existentes tienen un peso relevante a la hora de determinar la marcha de un país. La complejidad de las sociedades modernas provoca que las doctrinas económicas sean sólo un vector más a la hora de diseñar la política económica y, en función de ello, las medidas adoptadas, más que el remedio para una posible enfermedad, acaban siendo, muchas veces, un síntoma más de aquella.
4.- En la situación actual de crisis, llama la atención que no parezcan surgir nuevas ideas y teorías que, basándose en el conocimiento adquirido en los últimos años, sirvan para dar explicaciones más rigurosas de lo que ha sucedido y se planteen soluciones que puedan ayudar a retomar la senda de la prosperidad. De hecho, uno de los problemas que parecen existir para salir de la actual situación de parálisis es, precisamente, la falta de ideas nuevas. Posiblemente, la única opción sensata sea la de ser eclécticos y pragmáticos: no cerrarse a ninguna opción pero huir de los dogmatismos inútiles. Al mismo tiempo, conviene ir imaginando, a la luz de los sucesos de las últimas décadas, nuevas formas de ver la economía que sirvan para hacernos avanzar en nuestro grado de conocimiento y en nuestra capacidad de actuación. Una mezcla razonable de prudencia y audacia puede ser el camino adecuado para avanzar en el futuro.
Una vez vistas las distintas escuelas, debemos pasar a ver lo que ocurrió en la realidad, a analizar las distintas etapas por las que, en las economías occidentales, ha pasado el desarrollo del sector público. Empezaremos con ello en la siguiente entrada.
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